Chus Martínez
El hecho de tener conciencia del mundo no es un efecto derivado de la existencia de la mente, sino la mente misma en acción. El intelecto no es un ojo que nos observa desde un lugar impreciso dentro de nosotros, sino el hecho mismo de pensar. Si, como afirmaba Wittgenstein, es erróneo creer que la dualidad mente-materia se corresponde con realidad alguna –se trataría de una metáfora para fomentar la creencia de que pensamiento, voluntad e imaginación no están hechas de la misma sustancia que el mundo, los objetos y las cosas–, esto nos aboca a buscar una nueva lógica que permita comprender la relación entre el mundo y las ideas. Nada puede darse más allá de lo real y lo real solo puede ser prehendido a través del lenguaje. Esto implica una revolución: puesto que no es posible creer que hallaremos correspondencias entre el mundo de las ideas y el mundo de la materia, no podemos plantear preguntas con la esperanza de encontrar una respuesta, sino de darles sentido. Del mismo modo que se deshace un nudo en una cuerda, la resolución de un problema pasa por la alteración del orden de lo ya sabido.
En el trabajo de Thomas Bayrle podemos identificar una preocupación constante por comprender la nueva realidad que emerge tras la Segunda Guerra Mundial entre hombre, palabra/imagen y mundo. Los códigos de percepción y de autopercepción por medio de los cuales situamos nuestras relaciones de inteligibilidad con los otros y con el mundo entran en una dimensión desconocida hasta el momento. Los modos operativos de nuestra situación moral, estética, política, las economías de la necesidad y del deseo, así como la del imperativo social, sufren una transformación radical. La obra de Thomas Bayrle se sitúa en esa vorágine del cambio de paradigma y plantea cómo podemos enfrentarnos, desde la práctica artística, a los problemas relativos a la interpretación del mundo, por un lado, y a la interpretación del sujeto moderno, por el otro. ¿Cómo abordar el mundo en lo que podríamos denominar momento pospalabra?
Sería erróneo calificar simplemente a Thomas Bayrle como la «voz» del pop en Alemania. Su obra ha de entenderse como pensamiento activo dentro de la familia de preocupaciones mencionadas. La inmediatez de la sintaxis artística del pop le proporciona un código de referencia y su aparente ingenuidad, la actitud perfecta para llevar a cabo un proyecto cuyas ambiciones se sitúan más allá de la crítica al capitalismo. Su fascinación por el movimiento pop viene dada por la confianza que este deposita en las imágenes, por la osadía con la que se acerca a los símbolos y también por su destreza en situarse en el aquí y ahora del tiempo histórico. La legitimidad con la que irrumpe este nuevo código de imágenes, así como la vitalidad que generan, ejerce la fascinación de una revolución y le otorga una dimensión social y política al margen del contenido.
La recepción de este caudal de nuevas posibilidades es innegable en la obra de Thomas Bayrle. Sin embargo, la adopción de ciertos recursos del pop –la ausencia de perspectiva, la intencionalidad con la que encara la representación de objetos y tipos, y el cromatismo– es más un truco que un interés por mantener el espíritu de ese proyecto en Europa y en Alemania en particular. Aquí «truco» significa una estrategia que se apropia del sentido único y estable característico del movimiento pop para abordar cuestiones del orden, del conocimiento y de la estética que nada tienen que ver con este.
Desde el punto de vista de la obra de Bayrle, la tarea del arte es reordenar una y otra vez la materia de lo real en busca de sentido, tanto para el sujeto como para las sociedades futuras. Pongamos por ejemplo Stadt(1977). Se trata de un collage fotográfico que muestra la vista de una ciudad; un bosque de edificios agrupados por adición. Es un espacio urbano en blanco y negro, una densa masa compuesta por múltiples unidades de habitación, un inventario de espacios racionales para ser habitados, para llevar la vida moderna. Es un espacio ordenado, racional, una red orgánica en la que a diario se mueven miles de hombres y mujeres que van y vienen del trabajo. El espacio se repite porque las funciones a las que tiene que dar respuesta son las mismas: facilitar el tránsito y maximizar los recursos (la luz, el color y la repetición). Hay una única ciudad que esconde múltiples diferencias.
Entre finales de los años setenta y principios de los ochenta, Bayrle realiza numerosos trabajos que responden a este mismo principio. Se trata siempre de collages fotográficos sobre madera con diferentes paisajes que podríamos calificar de entrópicos: bosques de hormigón armado, Yamaguchi (1981), o calles por las que circula una masa de gente que va y viene, y cuya identidad es imposible determinar, Japaner (1981). Podría incluso tratarse de una misma persona, del mismo modo que las ciudades pueden estar compuestas por un mismo edificio: un único modelo que suficientemente multiplicado puede generar un barrio o un grupo. Este discurso no es ajeno a las aspiraciones de la modernidad arquitectónica de dar con soluciones racionales capaces de, por un lado, ser genéricas, es decir, de responder universalmente a las necesidades implícitas en el desarrollo científico-técnico, y, por el otro, comprometerse con cada situación concreta. Unidad, módulo o cápsula son vocablos propios de una gramática que confía en hallar elementos unívocos no susceptibles de división, capaces de combinarse infinitamente entre sí para adaptarse a lo requerido en cada momento. La esperanza de dar con ellos mueve la máquina. La lógica de la producción es una lógica de componentes a la que también los hombres y mujeres que habitan ese espacio están subsumidos. Son siervos del sistema, incapaces, a primera vista, de originar cambios en la máquina.
En este estado de cosas resulta elocuente la aparición del retrato de Carlos, cuatro para ser exactos, y todos realizados en 1977. La imagen de un hombre en la treintena, latino y con un atuendo propio de la década aparece sobre un fondo compuesto de nuevo por la ciudad, por una vasta masa de edificios que ocupan la totalidad del encuadre sobre el que aparece el personaje. Se trata del retrato de un famoso activista de izquierdas, para unos, y del terrorista más buscado de su tiempo, para otros. Carlos no es su nombre, sino el alias de Illich Ramírez Sánchez, hijo de un conocido abogado de izquierdas venezolano nacido en 1949 y tristemente célebre, entre otras hazañas, por el asalto al cuartel general de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en Viena el 20 de octubre de 1975, que se saldó con tres muertos. La presencia de este personaje no es anecdótica. Tampoco es la primera vez que Bayrle realiza retratos de personajes históricos tan dispares como de Stalin (1970), cierto Sr. Wörhr (1972) o figuras como Mozart (1979) o Beethoven (1979). Series que sigue completando hasta el momento con retratos de Willy Brandt (2000) y Condoleezza Rice (2006). Carlos es una figura emblemática. Al igual que los miembros del grupo terrorista alemán de la RAF, la Fracción del Ejército Rojo, Carlos, con una conciencia clara de una identidad definida a la contra que necesita del anonimato para sobrevivir y desarrollar su actividad, desarrolla estrategias para no ser reconocido. Los constantes cambios de identidad, y por tanto, de función, impiden localizarlo. El terrorismo, en esos años, desarrolla una relación dialéctica con «la cuadrícula», con un orden social y político que es percibido como opresor de las libertades y las diferencias individuales. La cuadrícula, un modelo social altamente tecnificado donde los individuos son piezas y el movimiento sistémico una máquina contra la que parece difícil rebelarse, puede compararse con el limbo. Siguiendo la descripción de santo Tomás, el limbo puede ser definido como un espacio en ausencia. A diferencia del infierno o del cielo, el limbo carece de castigo o de gloria. Es un espacio que se caracteriza por la eterna privación. Pero lo peor es que los habitantes del limbo, a diferencia de los condenados en el infierno o los premiados con la gloria, no son conscientes de su privación. No sufren, porque no conocen, y sus cuerpos son además impasibles. Este estado de total entropía se refleja perfectamente en el carácter de los trabajos citados, en ellos no aparece la gloria, pero sí los condenados, aquellos insurrectos que han intentado subvertir esta lógica del no lugar apelando a la violencia.
Sin embargo, esta visión pesimista convive con otra que añade un curioso sentido de la ironía y de la fascinación por las posibilidades que la eterna repetición de lo mismo ofrece al individuo. Las «máquinas», como Thomas Bayrle denomina a esta serie de pinturas-objeto realizada a mediados de los años sesenta, son cajas mecánicas, juguetes pintados al óleo y dotados de unos mecanismos de cuerda que permiten mover a los personajes, componiendo así un escenario casi de feria. Super Colgate (1965) es uno de los más claros exponentes. En lo que parece un teatrillo de marionetas, se sitúa en primer plano una figura, un científico, calvo y con gafas, con su bata blanca. El médico sonríe, los miembros del público, situados en las gradas a su espalda y de cara al observador, también sonríen mientras se cepillan los dientes. Unos labios coronan la escena. Una vez abierto el telón aparece nuestro héroe, el médico. Se trata de un pequeño ensayo de tragedia para un teatrillo de marionetas. La tragedia versa siempre sobre la caída del héroe y la importancia del rito. Pero ¿de dónde ha salido este señor? Ha salido de la misma ciencia. Ataviado con una bata blanca se vincula a la medicina moderna, a los grandes avances que precisan del rigor del laboratorio, a los descubrimientos que hicieron progresar al mundo, que lograron afianzar la conciencia de superioridad del hombre sobre la naturaleza. La figura de la bata blanca tiene ahora otra finalidad: divulgar los principios básicos de la higiene dental. Pero no es la ciencia la que corona esta escena, sino la sonrisa de unos labios rojos, sensuales, de una mujer que deja entrever unos dientes relucientes, blancos, pulcros y perfectamente alineados. Es la musa de Colgate, la compañía que en 1873 lanzó el primer tubo de pasta de dientes; fue una revolución en el mundo del dentífrico y el origen del rito del cepillado. De ahí esta clásica coreografía. El monólogo del héroe y su cepillo, un amplio coro a sus espaldas con labios rojos y cepillo en mano y la presencia de los dioses de la higiene dental, los Dentistas, situados todos ellos alrededor de la escena. Mediante un botón se activa un mecanismo y todos, a un tiempo, moverán un brazo para cepillarse los dientes.
A diferencia de los collages fotográficos en blanco y negro, las máquinas destilan un agudo sentido de la ironía. El limbo no solo es el lugar de la privación, sino el potencial escenario de un teatro del absurdo. Puede que los habitantes de estas ciudades dormitorio sean criaturas extraviadas, pero, de serlo, se hallan en un escenario que va más allá de la perdición o la salvación. Estos personajes no son anónimos, sino nulos, que es algo muy distinto (como lo que simboliza la figura del zombi en la ciencia ficción), y representan el obstáculo más efectivo a la noción de redención. Los personajes que aparecen en este momento de su obra poseen la arrogante dignidad de los personajes de un tebeo. Su relación con los objetos de consumo, lejos de ser la del deseo desaforado, sigue la lógica de un extraño sentido de la justicia del tipo que se expresa en eslóganes tan contemporáneos como el «porque yo lo valgo». El mundo, el que describe Bayrle, los ha hecho así. Ahora solo falta encontrar el momento en el que la lógica falle y pueda surgir de ahí la diferencia.
Las referencias a Mao y al sistema comunista son abundantes a lo largo de toda su obra. Mao es un icono en sí mismo. Mao y China representan la capacidad de reinterpretar la doctrina marxista-leninista y adaptarla a una sociedad aún hoy demasiado compleja para poder explicarla en pocas palabras.
Sincronización y virtuosismo son elementos clave en la puesta en escena maoísta. La sociedad debe aparecer bajo un cuerpo y una voz únicos compuestos por miles de millones de individuos que hacen posible la «dramaturgia» del sistema y su puesta en escena. La coreografía es una forma de sincronizar mente y cuerpo con una voluntad única. Todos son parte de un todo y no es posible aprehender el conjunto desde cada una de las partes. Al igual que años más tarde en tecnología digital, cada uno de los individuos es portador de información fundamental para la imagen global. El método de trabajo de Thomas Bayrle revierte esa lógica y convierte todas sus imágenes en sinecdóticas, es decir, en partes que contienen el conjunto. Este efecto queda reflejado sobre todo en su obra gráfica. La impresión sobre papel VW (rot) (1969) es una muestra del conocido «escarabajo», el coche emblemático de Volkswagen. La imagen del coche emerge de entre una masa de miles de pequeños «escarabajos» rojos y está, a su vez, compuesta por una infinidad de «escarabajos» rojos. Glücksklee (1969), otrade sus gráficas más conocidas, sigue el mismo principio. Esta vez el objeto en primer plano es una lata de conserva, leche condensada, compuesta por infinitas unidades del mismo objeto y rodeada de otras tantas imágenes a tamaño reducido de esas mismas latas. Existen en su trabajo innumerables ejemplos de este modo de proceder, aunque, como veremos, no es el único modo de relacionar origen y representación de un objeto. En los casos citados el origen del objeto es el objeto mismo. La unidad no es una parte sino el todo, pero a una escala menor. Este modo de hacer, como muchos aspectos de la obra de Bayrle, tiene implicaciones ontológicas. No estamos ante un mero juego óptico a partir de las posibilidades de un recurso como la repetición. Las implicaciones van más allá. Incidir reiterativamente en el hecho de que no existe una diferencia sustancial entre las partes y el todo implica afirmar la importancia de todos los niveles que conforman un organismo. Todas las propiedades de un sistema biológico, químico, social, económico, mental, lingüístico, etc., no pueden ser determinadas o explicadas como la suma de sus componentes. El sistema completo se comporta de un modo distinto que la suma de sus partes. Nada es prescindible. No hay un fin y unos medios, sino que todo es uno y lo mismo. La realidad se comprende como un sistema orgánico compuesto por elementos, células que contienen ya la misma información que el total.
Frente a esto se sitúa la lectura atomista que Bayrle realiza del comunismo de la China de Mao. Bayrle está fascinado por el tratamiento del individuo en el sistema comunista, fascinado por la puesta en escena y la subordinación del individuo al grupo y del grupo a una ideología. Sus trabajos se hacen eco del esfuerzo de una masa ingente de personas destinadas a formar una imagen: Mao. La disciplina y la coordinación del grupo están al servicio de una causa más alta que cada uno de los individuos por separado. Los deseos y la voluntad del individuo pueden, con la disciplina adecuada, ponerse al servicio de la Idea. Papier Tiger (1969) es una gráfica que muestra un grupo de soldados en formación. La perspectiva que asemeja una vista desde arriba de la escena nos deja ver un tigre, en lo que sin duda es una referencia al militarismo y a la guerra de Vietnam. Un año antes realiza una imagen similar, Kaffeegermanen (1968). Esta vez la formación es de soldados ataviados con indumentaria medieval, en referencia a los pueblos germanos, y lo que dejan ver aquí no es un símbolo bélico sino una simpática y humeante taza de café. La contraposición entre el orgulloso pasado de los pueblos germánicos y la placentera imagen de una taza de porcelana no deja de ser irónica y a la vez ilustrativa de los múltiples niveles narrativos que confluyen en la formación de la identidad de una comunidad concreta. Somos muchas cosas y muchas cosas a la vez; es importante destacar este aspecto.
Bayrle empieza a trabajar en unos años clave en la formación de una nueva identidad en Alemania y en Europa, un nuevo entendimiento de la extraña coexistencia de ideologías culturales, proyectos específicos y una inusitada densidad en el flujo de intercambio de información. El nuevo orden divide el mundo en dos grandes subconjuntos y cada uno de nosotros poco puede hacer para negociar la pertenencia a uno u otro. La pregunta por la naturaleza de nuestra participación en un proyecto político y cultural es acuciante. La metáfora «bloque» no es el producto de una casualidad, sino de la necesidad de describir mediante una metáfora la voluntad de que esas dos mitades –capitalismo y comunismo– sean idénticas a sí mismas. En este nuevo statu quo es primordial afinar los argumentos, para poder interpretar nuestro modo de estar en el mundo, lo que el término agencia (nuestra capacidad de interpretar la realidad y actuar en consecuencia) significa para cada uno de nosotros.
Alain Badiou realiza una distinción –a la que se refiere Giorgio Agamben–¹ fundamental en este contexto. En términos políticos necesitamos diferenciar entre ser miembros y estar incluidos en un proyecto.
Ser miembro de un proyecto, un partido, etc., tiene que ver con el orden de la presentación. La inclusión, en cambio, habría que situarla en el nivel de la representación. Para Badiou un término (un individuo) es normal (en el sentido epistemológico, se entiende) cuando está presente y representado en una situación.
Es decir, cuando está representado en la estructura del sistema político (Estado, partido) y además está presente en esa misma estructura. Lo anómalo aparece cuando esta última función no se da, cuando un individuo solo está representado, pero no presente. Esta compleja problemática entre presencia y representación es un punto clave para entender la lógica del conjunto de la obra de Thomas Bayrle. La búsqueda de un equilibrio entre los distintos niveles en los que un individuo puede significarse dentro de un sistema implica también la pregunta de cómo es posible no solo alcanzar el equilibrio dentro de un sistema político, social y económico dado, sino generar excepciones dentro de ese sistema y, potencialmente, facilitar la aparición de otros sistemas, otras lógicas de ordenación social.
La imagen y la experiencia de la imagen están al servicio de esas preguntas en su obra. La repetición es un recurso que este artista propone como método a fin de forzar un suceso, el error. El error es considerado aquí un elemento positivo. En muchas culturas el error es un elemento fundamental; es la cosmogonía en la narración que explica el origen del mundo. Es la constatación de que efectivamente el hombre, la naturaleza y la máquina no son una misma cosa. La naturaleza inorgánica de la máquina nada tiene que ver con la espontaneidad que atribuimos a la vida orgánica. Resulta fácil percibir la incompatibilidad de ambos sistemas: la singularidad de lo orgánico frente a la universalidad inerte de la repetición mecánica. Jacques Derrida –junto con Bayrle– es uno de los primeros en formular la compatibilidad de estos dos sistemas.
Si pudiésemos pensar esos dos conceptos como compatibles sería la clave para la emergencia de una nueva lógica, una forma inusitada de sustancia conceptual. A decir verdad, contemplando nuestro pasado reciente y el horizonte de futuro, eso es lo más parecido a un monstruo que pueda imaginarse². La paradoja de esa aparentemente imposible cohabitación enuncia quizás un nuevo espacio para la acción, la percepción y la experiencia estética y para la especulación intelectual que marcará la posible aparición de nuevos modos de concebir el mundo. La posibilidad de que varios mundos coexistan es un problema fundamental en la apertura discursiva que plantea la filosofía contemporánea. La cuestión estriba en dirimir en qué sentido podemos decir que existen muchos mundos, al tiempo que investigamos el papel que los diferentes sistemas de símbolos desempeñan en cada uno de ellos. La tan repetida invocación de un mundo plural nada tiene que ver con la coexistencia de sistemas de articulación de lo real completamente distintos. Frente a un mundo capaz de abarcar multiplicidad de aspectos y contrastes, se plantea la posibilidad de contar con muchos mundos verosímiles cuya colección habría de formar una suerte de unidad. Esta diferencia resulta clave a la luz del postulado de Derrida. La posibilidad de una nueva lógica no se halla en la concepción de un solo mundo como si fueran muchos, sino en poder pensar múltiples mundos reales e interpretarlos. En la medida en que seamos proclives a la idea de que es factible que convivan entre lógicas aparentemente antagónicas, irreductibles a una sola, no debemos buscar la unidad en un algo, sino en una nueva organización global que puede tener la forma de los tipos y de las funciones de las imágenes y de los sistemas de conocimiento que estas crean.
Si pudiésemos pensar esos dos conceptos como compatibles sería la clave para la emergencia de una nueva lógica, una forma inusitada de sustancia conceptual. A decir verdad, contemplando nuestro pasado reciente y el horizonte de futuro, eso es lo más parecido a un monstruo que pueda imaginarse². La paradoja de esa aparentemente imposible cohabitación enuncia quizás un nuevo espacio para la acción, la percepción y la experiencia estética y para la especulación intelectual que marcará la posible aparición de nuevos modos de concebir el mundo. La posibilidad de que varios mundos coexistan es un problema fundamental en la apertura discursiva que plantea la filosofía contemporánea. La cuestión estriba en dirimir en qué sentido podemos decir que existen muchos mundos, al tiempo que investigamos el papel que los diferentes sistemas de símbolos desempeñan en cada uno de ellos. La tan repetida invocación de un mundo plural nada tiene que ver con la coexistencia de sistemas de articulación de lo real completamente distintos. Frente a un mundo capaz de abarcar multiplicidad de aspectos y contrastes, se plantea la posibilidad de contar con muchos mundos verosímiles cuya colección habría de formar una suerte de unidad. Esta diferencia resulta clave a la luz del postulado de Derrida. La posibilidad de una nueva lógica no se halla en la concepción de un solo mundo como si fueran muchos, sino en poder pensar múltiples mundos reales e interpretarlos. En la medida en que seamos proclives a la idea de que es factible que convivan entre lógicas aparentemente antagónicas, irreductibles a una sola, no debemos buscar la unidad en un algo, sino en una nueva organización global que puede tener la forma de los tipos y de las funciones de las imágenes y de los sistemas de conocimiento que estas crean.
Tal es la tarea que encarna el trabajo de Thomas Bayrle. Los universos que están hechos de mundos, así como los mundos mismos, pueden construirse de muchas maneras. La obra, a través de un método muy personal y específico de interpretar imagen, función, repetición y exceso, constituye un acto crítico. Un acto crítico en el sentido más trivial y a la vez más complejo de esa expresión: una crítica a la vida. En la confluencia entre visión y ordenamiento especulativo se origina la posibilidad de que las cosas sean diferentes. Pero la dimensión crítica en el trabajo tiene también un sentido más particular y práctico. Representa una reflexión expositiva sobre nuestra herencia cultural, por una parte, y el contexto desde el que se origina la obra, por otra. Incluso dentro de lo más profano, aquello más trivial o doméstico, puede avistarse un interés por el significado del ser. El potencial de la obra radica en hacer del trasfondo de la irracionalidad –siempre limítrofe con el mundo conocido– algo productivo. Los equívocos son pura potencialidad y sin ella, sin esa apertura hacia lo desconocido, el pensamiento no sería posible.
1) Giorgio Agamben: Homo sacer. Stanford (CA):Stanford University Press, 1995, p. 24. Edición en castellano publicada por Pre-textos (Valencia), 1998.
2) Jacques Derrida: Without Alibi (Meridian: Crossing Aesthetics). Stanford (CA): Stanford University Press, 2002, pp. 73-75.
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